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DESDELAVENTANA

DESDELAVENTANA

Memo Ánjel

El hombre llamado Rolando subió las escaleras saltando y le tiró un beso a la vecina que barría el balcón. Fueron cinco escalones de cemento en solo dos movimientos y así pasó de la acera a la puerta de su casa. La mujer a la que le tiró el beso, vivía enseguida. Y a esas horas de la mañana tenía cogido el pelo, lucía una camiseta verde floja y estaría descalza, supuso Rolando. Le gustaban los pies de la mujer.
Amanda, esta noche vamos a tirar paso. Pura Sonora, muñeca, Rolando le puso tono a la frase. Era un coqueto y trabajaba en un taller de motos. Gran descarbonador de mofles, rápido y preciso, siempre contento. Bajo su nariz, lucía un bigotito delgado. Te parecés a Nelson Pinedo, le habían dicho.
Ojalá sea cierto, le dijo mimosa la mujer que barría el balcón, que lo miró y le picó el ojo. Tenía 30 años y un marido en la USA, en New Jersey, en esos fríos. Pero hablaba inglés; todos lo habían oído hablar antes de irse.
Más cierto que la religión, Amandita, soltó el Rolando y desapareció por la puerta. La mujer se apoyó en el palo de la escoba y retuvo la imagen del mecánico con su overol grasoso y los zapatos industriales, ya muy torcidos. Pudo haberle llegado el olor del hombre. Luego estuvo mirando la calle por un rato. Casas con puertas y ventanas de colores, dos señoras gordas hablando, unos hombres instalando un aparato de sonido, alguien arreglando las tejas de un techo, tres niños en bicicleta y el sol calentando. En poco pasaría el carro de la basura y se llevaría las bolsas negras que había en la esquina. Amanda reinició el barrido cuando llegó el camión con cervezas a la tienda de don Arturo. Ese tipo le gustaba poco: la miraba como con hambre y con boca de mico.                                                                                                                                          •••
Rolando durmió toda la mañana y no oyó ni el canto de los sinsontes del patio ni a su madre conversando por

teléfono, ni tuvo ningún sueño. Ni siquiera se levantó para ir al sanitario. La noche anterior habían adelantado trabajo en el taller y ahí estuvieron hasta que amaneció entre olores a grasa y a gasolina, martillando y ajustando, oyendo música tropical para resistir y bebiendo agua con aspirina para no dormirse. Dos días de ventaja se ganaron esa noche y el dueño del taller les puso de a tres billetes de a cincuenta en los bolsillos de las camisas. Los espero el sábado al medio día, para pagarles el sueldo y la prima, les dijo. Lo de los bolsillos es el regalo de un cliente. Los cinco hombres que amanecieron en el taller dijeron que si y se imaginaron al cliente. Una semana antes el cielo se había inundado de voladores. Un duro. El dueño del taller también lo fue en sus tiempos, pero ya no y mejor estaba dedicado a engordar. Muchas balas, dijo. Era un negro de esos bonitos, de ojos azules. Don Alberto, había que llamarlo don Alberto.
Cuando Rolando volvió a salir de la casa, ya caía la tarde. Lucía una camisa ancha de flores y unos zapatos de suela delgada, olía a loción y le brillaba el pelo crespo. Por el parlante que habían instalado se oía Ay cosita linda. Merecumbé, merecumbé, cantó-gritó Rolando, saltó por las escaleras y, desde la acera, miró al balcón de Amanda. Estaba vacío. Una hilera de pequeñas luces se encendía y apagaba. El olor a empanadas y chorizos se fue tomando la calle. Cerca de la acera, unas mujeres encendían un fogón usando listones de madera. La calle la habían cerrado y las banderolas de papel que la cruzaban daban la dirección del viento. El que venía del norte era el más frío.
¡Amanda, doña Amanda!, volvió a gritar Rolando. Lo hizo por tres veces. De la casa de ella se abrió una ventana y se cerró de nuevo. La está llamando el marido, se dijo el mecánico. Pura clave. Y se movió entre su camisa y las flores parecieron bajo un aguacero. La sensación de frescura le vino bien al Rolando, que fue hasta la tienda de Arturo y pidió una cerveza. El tendero lo miró por encima del hombro.
Doña Amanda se fue, dijo don Arturo, mintiendo. Por entre su boca de mico se movía un palillo.
Le quería dar una razón, dijo Rolando dándose un trago a pico de botella. Bajo el bigotito se vio una estela de espuma. De la calle llegó el porro Tolú.
Yo se la doy, dijo por entre el palillo el tendero. El bolsillo bajo de su delantal estaba muy sucio.
Decile que la Virgen la acompañe.
Esa no es una razón.
Entonces, decítelo vos, soltó el Rolando y comenzó a bailarse el porro con la cerveza en la mano, saliendo a la acera para saludar a los que estaban armando la fiesta. Vio a su mamá en la puerta de su casa, sentada en un taburete con la jaula de sinsontes a su lado. Pájaros rumberos, se rio el mecánico. Una mujer de nalgas temblantes subió los cinco escalones y se instaló al lado de esa mamá que lucía unos cachetes colorados y unas pantuflas doradas. De la casa de Amanda se abrió y cerró la ventana. El porro Tolú había sido reemplazado por Salsipuedes y sonaba más duro. Por la calle pasó Teresa, la hija mayor de don Alberto. Pura carne forrada

 

en rojo. Iba con el novio, un tipo serio que trabajaba en la Gobernación.
Dame otras tres cervezas, pero al clima. Las voy a poner en la nevera, le pidió Rolando al tendero.
Te las podés beber aquí, soltó el don Arturo. Dos niños entraron a comprar dulces.
Son para el guayabo de mañana, murmuró el Rolando, poniendo un billete de cincuenta sobre el mostrador. El tendero se las entregó y después lo vio subir a su casa, pasar por encima de la jaula de los sinsontes y desaparecer. Y pudo poner más atención, pero llegaron unos clientes a pedir cervezas. Ya los sancochos comenzaron a hervir, dijo uno. Yo tengo guaro en la casa para cuando la cosa se ponga mejor, dijo otro. Todos rieron, sabían que era guaro casero. Ya la música bailaba por ellos y las mujeres que cuidaban las ollas se reían a las carcajadas. Hacía calor y ellas espantaban el humo.
                                                                       •••
Dentro de la casa, Rolando guardó las cervezas en la nevera y fue al patio de atrás. Amanda debió tirarle algo, por eso abrió y cerró la ventana. Y si, ahí había un pedazo de papel: no puedo salir, mi marido pagó para que me vigilaran. Imagínate que bailo con vos, imagínate lo que querás, imagínate cosas ricas. Rolando picó el papel y tiró los trocitos a la cañería del lavadero. Te voy a imaginar, mamita. Se dijo. Y salió de nuevo a la calle, que ya hervía como los sancochos.
Dame un chorizo con pan, Patricia, le dijo a una muchacha que atendía unos fritos.
Te queda muy linda la camisa, le dijo coqueta la tal Patricia. No estaba mal. El escote y las nalgas hablaban por ella. También la boca muy roja.
Vos me quedás mejor, ahora nos bailamos una, dijo Rolando dando un mordisco.
Siempre decís lo mismo. Hoy te cumplo, tengo que salir de un apuro, soltó el mecánico y le sobó la cadera a la muchacha mirándola a los ojos.
Rolando, que si querés natilla, le dijo un muchachito. Decíles que me guarden, que ahora voy por ella, le dijo al niño sobándole la cabeza. Y a la muchacha le anotó, vos sos mi natilla, ricura. Miró al balcón de Amanda, oyó cantar a los sinsontes por entre la música, vio a su mamá conversando; al frente de la tienda de Arturo bailaban y ya no había día sino muchos focos de colores encendidos. Hasta que te barra, pensó Rolando y sonrió. Se imaginó a Amanda mirándolo por la rendija de la ventana. Te ves muy lindo con esa sonrisa, con ese bigotico de muñeco fino. Sos un papi. ¿Sabías?, le dijo la Patricia tocándolo con las caderas. Bailemos aquí mientras atiendo el negocio.
Te voy a barrer, soltó Rolando. Amanda tenía que estar mirándolo detrás de la ventana. Rolando escuchó a su mamá que soltó una risa, seguro un chisme que le contaba la vecina.

… Rolando guardó las cervezas en la nevera y fue al
patio de atrás. Amanda debió tirarle algo, por eso abrió
y cerró la ventana. Y si, ahí había un pedazo de papel:
no puedo salir, mi marido pagó para que me vigilaran.
Imagínate que bailo con vos, imagínate lo que querás,
imagínate cosas ricas…

 

Sancocho popular / 35 cms. x 25 cms. / Acrílico sobre cartón / 2011

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