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LOSGUARDIANES

 

LOSGUARDIANES

Vivía como quien
ya no tiene la posibilidad
de hablar con nadie, pero sí
de callar con los demás.
Sándor Márai

Paula Andrea Gaviria

Nunca había ido a El bajo París, ni me había rodeado de la fiesta oculta de las calles de Medellín, pero desde hace un año como quien va a un culto, comencé a ir religiosamente al café La Noche Roja que no aparece registrado en ninguna App de búsqueda, un poco clandestino para el gusto de muchos, solo llegas allí si de verdad deambulas las calles o con el voz a voz de los que siempre buscan lugares inusuales. Al entrar encontrabas a los mal llamados marginales de la ciudad, te podrías chocar con un viejo profesor de matemáticas escribiendo cálculos de ecuaciones, tratando de resolver un no sé qué, un sé cuándo; o veías al poeta maldito consumido por la bohemia recitando poemas que nadie entiende, pero que al final del verso te hacen derramar alguna lágrima; o a una mujer conversando de mesa en mesa, feliz, haciendo entrevistas para artículos que no se sabe si serán alguna vez publicados. En aquel café deambulaban ese tipo de personajes inusuales que me encantaba dibujar en mi libreta, hace tres años había descubierto que dibujar personas era lo que realmente me apasionaba. Mi vida como funcionario público haciendo pasar la gente de una fila a otra para que llenaran formularios, había llegado a su fin, la rutina de un cubículo me estaba desquiciando, un día tomé mis cosas y no regresé. Fue ese el primer momento donde vi lo radiante que es la vida en la calle. Comencé a trazar poses y gestos de esos seres invisibles pero únicos. La Noche Roja está ubicado en una de las esquinas más concurridas de la zona de tolerancia y al frente quedaba El bajo París. Para entrar a este bar había que tener agallas, nunca se sabía si al entrar podrías salir de nuevo. Podrían pasar los días sin que te dieras cuenta, como un maldito agujero negro donde te pierdes y no sabes si de verdad aún existes. Era un verdadero antro, pero otros pensarían que era el paraíso. Yo quería ir a ese paraíso y dibujar cada

 

detalle de lo que sucedía allí adentro, pero no tenía el valor o mejor el control de mis miedos; entonces llegué hasta el café, el lugar más próximo al bar, solo diez metros; cuando me decidiera ingresar solo tendría que dar unos pocos pasos para descender al inframundo.

Al entrar al café estaba un joven de unos veinte años, recibiendo a los clientes, de ese tipo de estudiantes que vienen de un pueblo y se rebuscan el dinero donde sea.

Me llamo Felipe, dijo. ¿Qué quiere tomar?

Ah, sí…, dije. Ah, sí, dame un tinto envenenado, hice un gesto de entiendes qué te quiero decir. Él se fue y en pocos minutos me trajo un tinto envenenado que en el fondo no era más que un aguardiente con café amargo, ácido al paladar. Con el tiempo me he vuelto más sensible a los sabores y ni qué decir de mi nariz, identifico con facilidad un nuevo tipo de aroma, no solo los olores simples, sino compuestos. El matiz y la profundidad de un buen café eran mi primer impulso para abrir bien los ojos, afilar mis lápices, tomar las libretas y comenzar con líneas sutiles a esbozar manchas de lo que sucedía en la entrada al bar, el refugio ordinario de ociosos e indigentes. Ese día comencé a dibujar con detalle las puertas del bar El bajo París.

No quiero molestarte, dijo Felipe, solo quiero pedirle algo.

No me molesta, dije, de hecho, ya nada me molesta.

Él asintió con la cabeza como si lo entendiera, detuvo su mirada en mis libretas de dibujo. Seguro ya estaba evaluando qué tan buen dibujante era, quizá él entendiera un poco este arte. Tras unos segundos me señaló la entrada a El bajo París. Hay gente que vive en

las últimas…, dijo, nadie logra imaginarse. Y a veces hay cosas que superan la realidad, prosiguió, meneando la cabeza. A él no le iba mal, era un joven con ganas de vivir. Pero este barrio no era nada recomendable de hecho era francamente autodestructivo, hay sitios que mejor se evitan, dijo.

No te entiendo, dije con voz de extrañeza, ¿Qué quieres pedirme?

Él me volvió a señalar la entrada al El bajo París y fue cuando por primera vez con detalle vi aquella pareja.

Sí, los veo, una pareja habitante de calle, le dije.

Él me miró sin sonreír; llevaba el cabello desordenado, la cara pálida, una camiseta de Metálica; un joven normal. Dudó unos segundo antes de decir en voz aguda, un poco ronca por culpa de la timidez:

Ellos son los guardianes y son mis padres.

No se me ocurrió qué responderle; me pareció extraño que me contara ese secreto familiar. Los Guardianes eran una pareja inusual, adornos perfectos en las afueras del bar, la cara de una ciudad despintada, dos perros furiosos esperando a su dueño con un toque fino en su mirada, brillaban en la suciedad de la calle.

Estudio Medicina, continuó Felipe. Fui criado por mi abuela y durante muchos años busqué a mis padres hasta que los encontré. Ellos ya no me reconocen y se hacen llamar los Guardianes de El bajo París, mi padre siempre tiene esa mirada perdida y mi madre tiene demencia, cree que es la reina del paraíso.

Me quedé revolviendo mis emociones para encontrar una respuesta apropiada. Debería haberle dicho que era

… saqué un cuaderno de mi mochila de cuero, arranqué
una hoja y comencé a dibujarlos rápidamente. Miré el
pedazo de papel antes de dejarlo sobre la mesa, lo firmé
en la esquina superior izquierda. Nunca olvidaré el
detalle con el que los dibujé…

 

un triunfador que le había ganado a la vida. Al final opté por un “Ajá…” con el que intenté comunicar que la vida era así. Esto no pareció bastarle.

Bueno, dijo, al cabo de unos pocos segundos y se dirigió a mí con voz muy suave:

Me voy a ir de la ciudad en pocos días. Tengo unos amigos que me están buscando un trabajo en Bogotá. De todas formas, ya no me queda mucho qué hacer por ellos y mi abuela murió el año pasado.

Yo dejé que escapara un suspiro de comprensión.

En Bogotá hay más oportunidades…, complementé; fue lo único que se me ocurrió decir de Bogotá, pero aquella respuesta no pareció alentarlo.

Ya no me queda familia y sé que los guardianes nunca volverán hacer los mismos, siguió con una tristeza contenida. No solo están perdidos en el vicio de las drogas, encima están detenidos en el tiempo, nunca aceptarán alejarse de El bajo Paris. Quisiera saber qué es lo que aman tanto de ese lugar, que prefirieron entregar a su hijo y perderlo. Hace diez años mi padre salió al centro de la ciudad, desde entonces nunca volvió, y mi madre fue a buscarlo, regresó por algunos electrodomésticos, me dio un beso en la frente y jamás volví a escuchar su voz.

¿Entonces, es verdad que quien entra al Bajo París no regresa? Pregunté con voz suave.

Uhm… véalo usted mismo. Mi madre, una reina exhibiendo sus caderas con la pose de las musas, su mirada fría y descaradamente directa como si tuviéramos

 la Olympia de Manet, la silenciosa apatía en su rostro, su cuerpo poco voluptuoso, y su desprecio por los que no comparten sus vicios a dos manos. La antítesis de la sensual y atractiva Venus de Urbino enfrentada con la cruda realidad de una mujer prostituyéndose a la vida en su trono negro; no hace parte de los finos oleos o de la gama de colores vivos, sino un poco más de la ciudad de las pulgas y el insomnio, concluyó pensativo.

Sí, ver el mundo por sí mismo ya en sí es un sufrimiento. ¡El que tenga ojos para ver que vea! Grite.

Solo quiero pedirle un favor, dijo por fin. Podría usted dibujarlos. Temo en el fondo olvidar sus rostros y es posible que cuando regrese ya no estén vivos.

Yo levanté las manos en señal de afirmación.

Se llaman Ángela y Rafael, dijo en voz baja. Ellos son los guardianes del paraíso terrenal, aunque él no es un rey y ella no es una reina.

Podríamos volver a vernos en Bogotá…, dije.

¿Sí?, contestó con un silencio en sus ojos.

No dije nada, me conformé con verlo alejarse. En cierto momento estuve a punto de decir: Sería una pena que…, pero no recuerdo haberlo dicho en voz alta.

Luego saqué un cuaderno de mi mochila de cuero, arranqué una hoja y comencé a dibujarlos rápidamente. Miré el pedazo de papel antes de dejarlo sobre la mesa, lo firmé en la esquina superior izquierda. Nunca olvidaré el detalle con el que los dibujé. Salí del café y crucé la calle rumbo a El bajo París.

Descanso / 35 cms. x 27 cms. / Acrílico sobre Cartón / 2011

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