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…PEROLOSMINUTOSPASAN…

 

PEROLOSMINUTOSPASAN

Saúl Álvarez Lara*

Una noche, Flor la mujer de Arturo, el del puesto de frutas debajo del árbol, que no era su mujer sino la mamá de los dos muchachos que dormían en la pieza del lado y no eran de él, pero arreglaba la pieza y hacía la comida mientras él atendía el puesto, se dio cuenta de que el temor a llegar tarde a la Minorista por falta de despertador lo tenía desvelado. “… Y qué tal si le ponemos tecnología. No tenés que madrugar tanto…”, le murmuró al oído. Pero él se hizo el dormido. Entonces agregó: “… muchos necesitan minutos para hablar, si ponés un celular en el puesto, mientras ellos deciden si comprar frutas o aguacates, hablan y vos les cobrás por minuto… “¿sí?, o ¡qué!…”

Arturo vende frutas y aguacates en la esquina debajo del árbol frente a la casa amarilla. Todos los días antes de las cuatro de la mañana recoge los criollos, aguacates de Santa Bárbara, en la Minorista y con el resto de la

mercancía, papayas, mangos, bananos y lo que encuentre, los monta en el Renault 4 que le vendió José el hermano de Flor.

A las seis o seis y media, se prenden las luces de la casa amarilla. Después de descargar, Arturo organiza la mercancía, separa las frutas de los aguacates porque son lo que más se vende; al lado de los maduros, que debe vender antes del medio día porque se pasan, coloca los pintones, que tienen menos afán pero también hay que salir de ellos, y decide la promoción del día: dos aguacates de buena presencia, listos para el almuerzo, ocho mil pesos. Tres de menos presencia, con algunas manchas, pero también maduros y apenas para el sancocho, cinco o, hasta cuatro mil pesos. El precio varía según el cliente. Entonces abre el puesto al pie del árbol. Así es todos los días y los domingos también. Solo que los domingos abre a las siete y media y no va a la Minorista.

 

 

A las ocho y veinte de la mañana, lleva más de cien minutos en el puesto, se ha tomado dos cafés que José, el cuñado, le lleva porque él no puede abandonar el trabajo. De José, el hermano de Flor, solo sé que es el dueño de la cafetería en el primer piso de la casa amarilla y vive en el segundo piso; él es el de camisa verde que mira por la ventana. Arturo es el que está debajo del árbol con camisa azul, gorra roja y bluyín desteñido, como todo el mundo. Podría pasar desapercibido en cualquier esquina, pero pasar desapercibido no es un don; mientras trabaja tiene que ser visible sino el negocio desaparece con él. Por eso la idea de agregarle la venta de minutos al puesto se le ocurrió a la de pantaloncitos cortos y blusa morada con escote y pechos saltones, al lado de la bicicleta. Ella es Flor. Los otros no sé quiénes son, vecinos o clientes, hay de todo. Yo soy el de camisa verde agua que está a punto de acariciar un aguacate a pesar de que fui a buscar mangos pintones.

Cuando llegué al lado de Arturo aquella mañana, cerca de las nueve, como si fuera a comprar un aguacate, Flor venía de instalar el aviso color naranja con letras negras, bien visible, en una de las ramas del árbol: “Minuto Nal 200”. Arturo se quedó mirándola como si pensara: ¿Doscientos el minuto?, ¿qué se puede hacer en un minuto? Limpiar y acomodar menos de la mitad de las mercancía; organizar y escoger los aguacates toma más de un minuto porque se venden más que el resto, por eso hay que ponerlos bien visibles y eso toma tiempo; el problema es que después de la hora del almuerzo hay que rebajarles el precio. En un minuto, le dijo un amigo, se pueden decir sesenta palabras. En sesenta segundos, a paso rápido, una señora atraviesa una avenida de cuatro carriles y le sobra tiempo. En el mismo minuto se compromete uno en matrimonio. Un minuto puede ser demasiado, recordó Arturo que le dijo el amigo, una eternidad. Una mandarina se come en un minuto, un aguacate no.

Arturo me mira con la voz de Flor en los oídos, quizá pensando que lo único que se consigue hoy por doscientos es un minuto, nada más. Como no compro ni hablo, solo miro, Arturo espera que me decida por el aguacate, los mangos o el minuto. Dos mujeres que discuten cómo hacer una ensalada compran tres aguacates. Arturo dice el precio con voz esquiva. Me doy cuenta de que parado ahí, frente al negocio de Arturo estorbo el paso de los compradores que acarician los mangos como si fueran aguacates y los aguacates como si fueran mangos, busco en las cercanías un lugar donde tomar un café. Seguramente José presiente mi movimiento porque aparece con un café caliente en desechable para Arturo, lo deja sobre los cajones al lado de los bananos y vuelve a su negocio. Voy tras él y ocupo una mesa cerca de la ventana en el primer piso de la casa amarilla. Desde allí veo la esquina, veo a Arturo, veo a Flor y sobre todo veo la gente que pasa, acaricia los aguacates, las papayas o los mangos; a veces compran, a veces no. Nadie, hasta ese momento, ha querido comprarse un minuto o dos para hacer una cita, poner una queja, buscar lo que no se le ha perdido, decir que está en otra parte o gastar tiempo.

Como Arturo no tiene ayudantes José aparece cuando calcula que tiene sed o ganas de orinar. A esa hora, minutos más minutos menos cerca de las diez, cuando José me ve en la mesa después de llevar el café en desechable, le pido un café. Me dice que se demora unos minutos porque el último lo acaba de llevar al de las frutas que está allá y señala a Arturo, visible desde mi puesto. Pido entonces una malta y me la ofrece con un pastel de pollo. Acepto. Un hombre que nunca he visto entra al café, pasa al lado de mi mesa, va hasta José que se encuentra detrás del mostrador y compra algo que no veo, espera, y sale con su compra en la misma bolsa de plástico donde lleva dos bananos, una mandarina y un aguacate para el almuerzo. Cuando el hombre parte José me mira como si me hubiera comido el pastel y espera que le compre otro.

Cada que un cliente se lleva un aguacate, un mango o una papaya, Arturo reacomoda la mercancía. Los clientes se detienen, acarician los aguacates o los mangos y preguntan. Arturo dice el precio del día, ayuda en la elección y empaca la venta en bolsas de plástico. Lo único que no tiene necesidad de empacar en bolsas de plástico son los minutos, pero no ha vendido ni uno.

Dos mujeres en ropa deportiva compran dos aguacates. Un hombre con sombrero y camisa a cuadros azules y morados mira las papayas; como lleva un cartapacio de papeles debajo del brazo no alcanza, en un primer intento, a tocar los aguacates. En un segundo intento el cartapacio cae y los papeles sin anillar se riegan por el piso. El hombre se apura, Arturo le ayuda y entre ambos recogen las hojas. Se nota, por la mirada de desconsuelo que las recogieron en desorden. El hombre se va, camina hasta la esquina, duda y regresa, compra dos aguacates, la papaya que llamó su atención y parte de nuevo calle abajo con la bolsa de plástico y el cartapacio de papeles desordenados en la misma mano.

La mujer que entra en la cafetería de José me mira; en el mismo minuto, once menos cuarto, una pareja se acerca al puesto y pregunta algo, no son marido y mujer quizá son madre e hijo, Arturo responde y ellos se van sin aguacates, sin bananos y sin minutos. La mujer que entró a la cafetería me mira con insistencia, va acompañada de un anciano que la empuja para que se acerque donde me encuentro. No los miro, me concentro en lo que sucede con Arturo. Pasan hombres solos, mujeres solas; parejas con y sin niños; pasan gentes que dudan, acarician o intentan acariciar la mercancía. Una mujer en carro se detiene, abre la ventanilla y habla, parece perdida.

A esa hora, once y diez, llevo más de ciento veinte minutos observando el movimiento alrededor de Arturo. La mujer y el anciano se acercan a la mesa y me ofrecen una boleta para la rifa de un apartamento de ciento veinte metros por setenta mil pesos. No compro la boleta. Arturo sigue atendiendo clientes, pero no ha vendido un solo minuto; los que han pasado desde que abrió el puesto, doscientos setenta, han pasado sin venderse.

A las doce y cinco Arturo cuenta los aguacates, las papayas y los bananos. Hubiera querido contar los minutos vendidos pero no ha vendido ninguno, más de trescientos sesenta pasaron desde que abrió el negocio esa mañana y nadie preguntó por ellos…

… Hubiera querido contar los minutos vendidos pero no
ha vendido ninguno, más de trescientos sesenta pasaron
desde que abrió el negocio esa mañana y nadie
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