Regresábamos al pueblo a eso de las 12 del medio día, directo a almorzar a alguno de los tantos restaurantes de Jericó, esa decisión era la única no es escrita en el manual de mi cumpleaños.
Ya en las horas de la tarde, a eso de las 2:30 p.m. llegaba el momento del café, momento para quitar el sueño que deja el almuerzo, decían… Y con tinto en mano y la cabeza llena de historias empezaba la tertulia.
Mi cumpleaños número 9 fue el más memorable de todos porque el abuelo en su desconocimiento sobre mí, decide comprarme un tinto, el primer tinto de toda mi vida.
Ese día hablamos de todo, sus experiencias personales (todas ellas del siglo pasado), hablamos sobre libros que ya me había regalado, me habló sobre la abuela y hasta de la política colombiana (cosa que jamás había hecho) pues me decía: “Hablar de esos temas es responsabilidad de su papá, después me culpan de meterle ideas en la cabeza”.
Yo sin entender mucho lo que me decía cuando me hablaba de política me empecé a tomar el tinto, empecé a saborear esa sustancia negra y amarga que siempre pensé que era para personas como mis abuelos, pues al fin y al cabo ellos están tan viejos que ya la comida no les debe saber nada.
Pasaron los segundos, los minutos y las horas, él seguía hablando apasionado por lo que contaba, yo trataba de no pestañear pues en mi imaginario como niño uno pestañea cuando estaba aburrido y yo no quería que él lo pensara, no quería que él se detuviera.
Pero indudablemente ese momento que yo temía llegó, el se detuvo…
Pero para mí sorpresa me miro y me preguntó… ¿Querés otro café?
Justo en ese momento me di cuenta de que me había tomado el mejor primer tinto de mi vida o, mejor decir, el mejor tinto de mi vida.
Juan Felipe Restrepo.