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Samudio en Jericó

ANTONIO SAMUDIO, GRABADOR

Pocas veces se realiza en Colombia una muestra de grabados tan ambiciosa como esta de Antonio Samudio. Pocas veces existe en un medio que corre tras lo que dictan las modas y la metrópoli, una vocación tan rigurosa y obsesiva desde el ámbito del grabado como la que vemos ahora en las paredes del Museo de Jericó Antioquia – MAJA.

La fidelidad y con ella una ferocidad tocada de un humor discreto pero no menos lacerante hacen buenas migas en su obra. Samudio toca todas las instancias del grabado: buril, mezzotintas, aguafuertes, linóleos, xilografías, litografías, son parte fundamental de su equipaje de hacedor incansable. Nuestro pintor y gran colorista es a la vez de la creencia de que el grabado es además un arte que dista mucho de ser menor, y que más bien es un territorio propicio para ejercer la crítica social, como lo supo Goya en una España tenebrista y como lo supieron en Colombia Carlos Correa o Augusto Rendón. En ellos señala la historia clínica de nuestro ser nacional, como siguiéndole un prontuario bizarro a la realidad, a todos los poderes y a los pases hipnóticos provenientes desde la incansable mesmerización que se practica en una moral aplastante hacia los humildes. Samudio ha sido siempre un militante de sí mismo, que no
hace concesiones que no sean a su intuición y sus creencias. Sus recurrentes temas rondan siempre el absurdo, que según Albert Camus es “la razón lúcida que constata sus límites”, para vulnerar así el llamado principio de realidad en un diálogo un tanto doloroso entre seres vivos y naturalezas muertas, como si esas dos instancias estuvieran muchas veces hechas de la misma materia. Desde su quietismo las figuras samudianas nos hablan de episodios humanos sin trascendencia aparente, de una manera silenciosa. Sus personajes no gesticulan ni son estentóreos. Son las suyas unas puestas en escena que hasta en los ámbitos eróticos de cámara y recámara, tienen algo irónico, un registro familiar en el álbum de unas vidas un tanto deshabitadas y calcáreas. Rostros hieráticos, como llegados de la Isla de Pascua, salas de espera donde el invitado no existe o se llama Godot, registrados como en cámara lenta.
Su obra es un retrato colectivo de Nadie en el que de pronto se asoma Bartleby, un escribiente o un notario de estirpe bogotana, asordinada, creemos intuir la tumba del sargento Nadie o del general Ninguno y toda la fantasmalidad de los ene enes que somos todos en una tribuna de un estadio, o en una sala de espera. Los personajes de la obra de Samudio no tienen heráldica, carecen de árboles genealógicos, son simples y dolidos ciudadanos mezclados en una contra-épica de sombras atrapados en un mundo sin heroísmos. Lo mismo ocurre con sus objetos: no tienen matices o distingos sociales y no resaltan otro estilo de vida diferente a una sorda cotidianidad. Ni es el fasto de
la vida burguesa, ni los objetos de urgencia de la pobreza, son simples formas puestas en un plano de irónica melancolía. Y todo, todo este mundo asordinado y grisáceo, salvado del vacío por un insobornable humor.

Juan Manuel Roca

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